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quinta-feira, 4 de julho de 2013

La amnistía a los militares brasileños sigue en pie


Ope Pasquet

            A fuerza de recibir presiones desde el exterior,  para dejar sin efecto la Ley de Caducidad primero y para aplicar retroactivamente leyes penales más severas después, los uruguayos podemos llegar a creer que lo que se nos impone a nosotros, en nombre del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, rige también en los demás países del continente. La evidente lesión a nuestra soberanía consistente en desconocer decisiones adoptadas directamente por la nación a través del sufragio, se justificaría en el marco de un orden internacional que somete a sus otros integrantes a los mismos deberes que a nosotros.
            Pues bien: no es así.

            En el año 1979, la dictadura brasileña sancionó una ley de amnistía que benefició a quienes habían cometido delitos durante el régimen instaurado con el golpe de estado de 1964. Es decir, la dictadura se amnistió a sí misma; esa fue, propiamente, una “autoamnistía”, que mantuvo su vigencia a través de todos los gobiernos democráticos que se sucedieron en Brasil a partir de 1985.
            En el año 2010, durante el segundo gobierno de Lula, se promovió ante el Supremo Tribunal Federal de Brasil una acción de nulidad contra la amnistía de 1979. El Supremo Tribunal desestimó la demanda y confirmó la vigencia de la referida ley. En Brasil se desarrollaba entonces la campaña electoral que culminó con la elección de Dilma Rousseff. Cuando a ella se le pidió un comentario acerca de la sentencia del Tribunal, dijo que la acataría si resultaba electa.
            El año pasado, la presidente Rousseff dispuso la instalación de una Comisión de la Verdad, con el fin de investigar, dentro de un plazo de dos años (es decir, no eternamente), las violaciones graves a los derechos humanos cometidas durante la dictadura.
            El pasado 21 de mayo  la Comisión dio a conocer un primer informe de sus actividades, y al hacerlo anunció que promoverá la derogación de la ley de 1979.
            La respuesta del Poder Ejecutivo brasileño no se hizo esperar. Al día siguiente, los ministros de Defensa (Celso Amorim) y Justicia (José Eduardo Cardozo) dijeron públicamente que el gobierno “no propondrá, no impulsará y no estimulará ninguna sanción, ni tampoco la revocación de la ley de amnistía” (Amorim en Folha de San Pablo).  Quedó bien claro que la Comisión podrá seguir investigando los hechos, pero que no habrá castigo para sus autores porque la autoamnistía de 1979 seguirá vigente durante la presidencia de Dilma, tal como lo estuvo durante los dos períodos de gobierno de Lula. Y no es que los delitos cometidos hayan sido pocos; según cifras oficiales hubo 400 víctimas, entre muertos y desaparecidos, y no se descarta que la cifra aumente, según progresen las investigaciones.
            ¿Qué presión internacional se ejerce sobre Brasil, para que deje sin efecto una ley de amnistía que no fue sancionada por un parlamento democrático, sino por la misma dictadura cuyos personeros cometieron los crímenes amnistiados?
            ¿Acaso a Brasil, en campaña por obtener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, alguien osa decirle que su imagen internacional puede verse empañada si no hace –rápidamente- lo que los organismos internacionales entienden que debe hacer?
            No nos imaginamos a Celso Amorim, el arrogante canciller de Lula que un día vino a Montevideo a decirnos que no nos convenía acordar un TLC con los Estados Unidos, aceptando un rezongo de los funcionarios internacionales. No imaginamos tampoco a esos funcionarios, yendo con el ceño fruncido a pedirle explicaciones al Supremo Tribunal Federal del gigante norteño.
            Uruguay es el único país del mundo, hasta donde yo sé,  cuya ley de amnistía para los delitos cometidos durante la dictadura que le tocó sufrir, fue sancionada por un parlamento democrático y confirmada después, referéndum mediante, por la nación soberana. Por si lo anterior fuera poco, veinte años después del primer pronunciamiento popular hubo otro, con el mismo resultado.
            A nosotros, sin embargo, nos exigen y nos aprietan, en nombre de los derechos humanos, los mismos que no se atreven a levantarle la voz a Brasil.
             Se entiende que actúen así los funcionarios de Naciones Unidas, ya que el pequeño Uruguay no pesa lo mismo que Brasil en ese ámbito.

            Lo que no es admisible es que el gobierno uruguayo acepte mansamente los rezongos de afuera, y que los mismos que desde las tribunas se proclaman “antiimperialistas”, desde el gobierno toleren que se nos mida con una vara tan distinta de la empleada para medir a los grandotes.

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