Ope Pasquet
A fuerza
de recibir presiones desde el exterior, para dejar sin efecto la Ley de Caducidad
primero y para aplicar retroactivamente leyes penales más severas después, los
uruguayos podemos llegar a creer que lo que se nos impone a nosotros, en nombre
del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, rige también en los demás
países del continente. La evidente lesión a nuestra soberanía consistente en
desconocer decisiones adoptadas directamente por la nación a través del
sufragio, se justificaría en el marco de un orden internacional que somete a
sus otros integrantes a los mismos deberes que a nosotros.
Pues bien: no es así.
En el año 1979, la dictadura
brasileña sancionó una ley de amnistía que benefició a quienes habían cometido
delitos durante el régimen instaurado con el golpe de estado de 1964. Es decir,
la dictadura se amnistió a sí misma; esa fue, propiamente, una “autoamnistía”,
que mantuvo su vigencia a través de todos los gobiernos democráticos que se
sucedieron en Brasil a partir de 1985.
En el año 2010, durante el segundo
gobierno de Lula, se promovió ante el Supremo Tribunal Federal de Brasil una
acción de nulidad contra la amnistía de 1979. El Supremo Tribunal desestimó la
demanda y confirmó la vigencia de la referida ley. En Brasil se desarrollaba
entonces la campaña electoral que culminó con la elección de Dilma Rousseff. Cuando
a ella se le pidió un comentario acerca de la sentencia del Tribunal, dijo que
la acataría si resultaba electa.
El año pasado, la presidente
Rousseff dispuso la instalación de una Comisión de la Verdad, con el fin de
investigar, dentro de un plazo de dos años (es decir, no eternamente), las
violaciones graves a los derechos humanos cometidas durante la dictadura.
El pasado 21 de mayo la Comisión dio a conocer un primer informe de
sus actividades, y al hacerlo anunció que promoverá la derogación de la ley de
1979.
La respuesta del Poder Ejecutivo
brasileño no se hizo esperar. Al día siguiente, los ministros de Defensa (Celso
Amorim) y Justicia (José Eduardo Cardozo) dijeron públicamente que el gobierno
“no propondrá, no impulsará y no estimulará ninguna sanción, ni tampoco la
revocación de la ley de amnistía” (Amorim en Folha de San Pablo). Quedó
bien claro que la Comisión podrá seguir investigando los hechos, pero que no
habrá castigo para sus autores porque la autoamnistía de 1979 seguirá vigente
durante la presidencia de Dilma, tal como lo estuvo durante los dos períodos de
gobierno de Lula. Y no es que los delitos cometidos hayan sido pocos; según cifras
oficiales hubo 400 víctimas, entre muertos y desaparecidos, y no se descarta
que la cifra aumente, según progresen las investigaciones.
¿Qué presión internacional se ejerce
sobre Brasil, para que deje sin efecto una ley de amnistía que no fue
sancionada por un parlamento democrático, sino por la misma dictadura cuyos
personeros cometieron los crímenes amnistiados?
¿Acaso a Brasil, en campaña por obtener
un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas,
alguien osa decirle que su imagen internacional puede verse empañada si no hace
–rápidamente- lo que los organismos internacionales entienden que debe hacer?
No nos imaginamos a Celso Amorim, el
arrogante canciller de Lula que un día vino a Montevideo a decirnos que no nos
convenía acordar un TLC con los Estados Unidos, aceptando un rezongo de los
funcionarios internacionales. No imaginamos tampoco a esos funcionarios, yendo
con el ceño fruncido a pedirle explicaciones al Supremo Tribunal Federal del
gigante norteño.
Uruguay es el único país del mundo,
hasta donde yo sé, cuya ley de amnistía
para los delitos cometidos durante la dictadura que le tocó sufrir, fue
sancionada por un parlamento democrático y confirmada después, referéndum
mediante, por la nación soberana. Por si lo anterior fuera poco, veinte años
después del primer pronunciamiento popular hubo otro, con el mismo resultado.
A nosotros, sin embargo, nos exigen
y nos aprietan, en nombre de los derechos humanos, los mismos que no se atreven
a levantarle la voz a Brasil.
Se entiende que actúen así los funcionarios de
Naciones Unidas, ya que el pequeño Uruguay no pesa lo mismo que Brasil en ese
ámbito.
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